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Ridruejo, Dionisio

 


Cementerio

Negar la muerte es imposible. Viene
por todas partes. Como hielo crudo
que desdora el otoño y como rayo
que raja el tronco de la primavera.
Como secreta podredumbre viva
que deja de comer o como bruto
que desde fuera rasga. La llevamos
en las horas contadas o nos tiende
su trampa en el descuido. Es nuestra casa
originaria donde volveremos
sin remedio a dormir. No hay quien la oculte.
Cabe disimularla. Para todo
tiene industrias el hombre y hay estudios
de repintar cadáveres con suave
música celestial y hasta con discos
donde el muerto agradece los favores.
Aunque al fin es preciso devolverlo
a su dueña. Sembrarlo o reducirlo
a vago polvo estéril. Pero es terco
en su residuo. Al fin y al cabo el hombre
se ha hecho labrando su esperanza sorda
en urnas y pirámides. No puede
de un golpe separarse de sus muertos,
separarse del sueño de ser sueño
de tierra inacabable. Su gastada
resistencia ha inventado estos jardines
donde la muerte late con los pájaros,
negada, distraída. Donde un niño,
el más medroso de los niños, puede
quedarse con sus juegos, pues ninguno
de los parques sonríe mejor hierba
ni en octubre se encienden tantos cobres,
púrpuras, oros, ocres, verdes suaves
de ala tenida, como en su arboleda.
Los hermosos jardines de la muerte
sobreentendida, entre los hitos pulcros
sin patetismo, chicos como el ara
de alguna ninfa, donde queda impresa
la cruz, la estrella, el nombre, como un llanto
de manantial sin énfasis que enjuga
la piadosa alegría de las flores.

 
imatge mort
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