Nuestro plato favorito requería cierta preparación. Mi abuela
abría el pescado en
vertical, leyendo mi futuro.
Sobre la superficie herida distribuía su relleno, con cuidado:
las marcas de la muerte no
deben infectarse.
Mientras, ella me hablaba. Yo aún era pequeña; había vuelto
del colegio, preguntaba
qué había de almorzar, relamía
mis gracias y decía:
peces como los del verano. Por entonces hacía frío. Y al
terminar de comer nos sentábamos
juntas, veíamos la
televisión juntas, respirábamos juntas cada tarde.
Vivir era costumbre de las dos,
y en verano me enfadaba al verla caminar
orilla arriba
orilla abajo:
yo me enfadaba porque temía perderla en una ola, o que se
resfriase, o simplemente
estar lejos de ella unos
minutos.
Al volver, me sentaba en su hamaca y me ayudaba a
limpiarme la arena de los pies, a
buscar mis ceras en
la bolsa, a despegarme la sal y las legañas.
El invierno es, ahora, amable en esta casa. Al entrar he
querido encontrarte tranquila,
repitiendo tus historias,
sonriendo al recordar los buenos tiempos, como
siempre, siguiendo las costumbres de mi infancia.
Pero ahora no estás. Las dos ya no vivimos, y el frío me
agarra por la espalda y me
golpea, recuerda tantas cosas
que vuelvo a tener miedo,
y mis ojos
resbalan en mis manos
húmedos
como el pez del invierno.
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