La primera vez que contemplé tu vida
fue en unas páginas arrancadas del Paris-Match.
Y desde entonces sus imágenes -ibis, patos,
juncos y lotos- forman parte de una idea de felicidad
imborrable, por más que el tiempo y sus argucias
sumerjan en la niebla tantas cosas que algún día
amamos. Digo tu vida y nadie sabe ahora
nada de ella. No sabemos quién eras,
ni cuál fue tu nombre. Sólo que naciste en una época
donde la vida de un hombre no valía siquiera
unas cuantas monedas. Y que pasaste tus días
bajo una tiranía manejada por profesionales
de la superchería. En eso no se distingue de otras:
el mundo cambia muy poco. Como la luna
o el viento, la lluvia, el dolor o el silencio.
No sé si te casaste, si tuviste hijos o fortuna.
Artesanos os llamaban. O sea que no creo
que pagaran mucho por tu trabajo. El arte
no se había inventado. Pero tú pintaste garzas
y peces, cocodrilos y naves remontando el río.
Pintaste gatos y halcones que eran dioses,
ánades, abubillas, racimos de frutas, ánforas,
palmeras, helechos, vasijas y nenúfares.
Pintaste mujeres desnudas bajo el lino transparente
tocando músicas que tampoco nadie conoce ahora.
Y otras que danzan vestidas sólo con pendientes
y un cinto de oro sobre sus caderas de ámbar.
Ellas fueron mi primera noción de erotismo,
como aquel paisaje la luz del paraíso en la tierra
y la certeza del arte, una forma de reconstruirlo.
Los siglos han pasado en vano. Los niega el don
que nos regalaste a los demás, para que amásemos
la vida como tú supiste amarla. En su esplendor
y también en su refinamiento. Aunque pudiera
venderse en el mercado por unas míseras monedas.
O acabar con ella por capricho, ni siquiera por dinero,
como ocurrió cuando el hombre le puso al arte precio.
Pero ese espíritu tuyo permanece más allá del comercio
y esta es su victoria. Lo he visto en los mosaicos
que los romanos abandonaron en el desierto, en los muros
de Pompeya, en los detalles del Carpaccio dálmata
y en Brueghel el Viejo. Lo he visto en el jilguero
que pintó Fabritius y en las frutas que moldeó Barceló
en Vietri, para el buque insignia de mi ciudad.
Y en la gratitud que habita en mis ojos
cada vez que la vida me lo recuerda
como una dádiva inesperada, no de la memoria
sino, repito, de la felicidad.