Negar la muerte es imposible. Viene por todas partes. Como hielo crudo que desdora el otoño y como rayo que raja el tronco de la primavera. Como secreta podredumbre viva que deja de comer o como bruto que desde fuera rasga. La llevamos en las horas contadas o nos tiende su trampa en el descuido. Es nuestra casa originaria donde volveremos sin remedio a dormir. No hay quien la oculte. Cabe disimularla. Para todo tiene industrias el hombre y hay estudios de repintar cadáveres con suave música celestial y hasta con discos donde el muerto agradece los favores. Aunque al fin es preciso devolverlo a su dueña. Sembrarlo o reducirlo a vago polvo estéril. Pero es terco en su residuo. Al fin y al cabo el hombre se ha hecho labrando su esperanza sorda en urnas y pirámides. No puede de un golpe separarse de sus muertos, separarse del sueño de ser sueño de tierra inacabable. Su gastada resistencia ha inventado estos jardines donde la muerte late con los pájaros, negada, distraída. Donde un niño, el más medroso de los niños, puede quedarse con sus juegos, pues ninguno de los parques sonríe mejor hierba ni en octubre se encienden tantos cobres, púrpuras, oros, ocres, verdes suaves de ala tenida, como en su arboleda. Los hermosos jardines de la muerte sobreentendida, entre los hitos pulcros sin patetismo, chicos como el ara de alguna ninfa, donde queda impresa la cruz, la estrella, el nombre, como un llanto de manantial sin énfasis que enjuga la piadosa alegría de las flores.
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